El fresco histórico que Fernando Solanas comenzó a hacer sobre la Argentina de los últimos años en Memoria del saqueo continúa en La dignidad de los nadies, segundo de una serie de cuatro documentales con los que el director regresa al género con el que se siente más a gusto.
A diferencia de aquel filme, que era un racconto de la gran catástrofe social y económica del país durante las últimas décadas hasta la crisis de diciembre de 2001, en su nuevo filme Solanas elige partir de esos trágicos e históricos eventos para trazar un recorrido por las distintas formas de resistencia. Aquí, da voz y muestra el trabajo de miles de personas (representadas en una decena de historias) que le han hecho frente, de diferentes maneras, a la debacle social mediante comedores populares, piquetes, recuperación de fábricas, trabajo solidario en hospitales públicos e impidiendo remates de tierras, entre otros ejemplos.
De alguna manera, La dignidad... sintetiza en uno todos aquellos documentales sociales que están circulando en los últimos tiempos, ya que varios de los tópicos que Solanas trata fueron vistos (y serán, en los próximos meses) en otros filmes.
Solanas consigue algo que no todos pueden. Acaso por ser una figura pública, por poner el cuerpo y la voz, por hacer acto de presencia como interlocutor de todos los personajes que dan voz a esta historia, su filme logra una profunda sensación de intimidad, de verdad. Aquí no se pintan ni se fuerzan emociones, no se ve la realidad con inocencia. En La dignidad... se reconoce el esfuerzo pero también se filtra una mirada crítica: la gente lucha, se hacen cosas, el país está mejorando, pero el camino por recorrer todavía es muy largo.
Así se conectan las historias de un motoquero baleado en el Obelisco el 20 de diciembre con la de un militante social que da de comer a cientos de niños en una barriada popular; así pasamos de la historia de Darío Santillán (el piquetero asesinado en el Puente Pueyrredón) a la de un grupo de mujeres que resiste, a fuerza de cantar el himno, el remate de terrenos con pagos atrasados; así se engancha el caso de la fábrica de cerámicas Zanón con un corte de ruta piquetero transformado en celebración popular.
En el medio, Solanas contextualiza la situación con comentarios acerca de los cambios políticos sucedidos en esos años (2002-2003, básicamente), con una mirada que no ahorra críticas duras al gobierno de Eduardo Duhalde y que se siente mejor representada por el de Néstor Kirchner, a quien sin embargo cuestiona en ciertos aspectos de su política económica. Otro dato particular del filme —uno que no siempre funciona, como sí lo hacía en Los hijos de Fierro— son las coplas con las que el realizador, mediante el uso de la voz en off, presenta a sus personajes.
Pero más allá de eso, la cámara de Solanas sigue sabiendo observar allí donde muchos no miran, no abandona la riqueza visual pe se a trabajar con una pequeña cámara de video digital y, especialmente, logra hacer un filme que hace justicia a su título, presentando personajes dignos, coherentes, luchadores, gente —nadies, ningunos, todos— que en sus pequeños ámbitos tratan de rearmar, pieza por pieza, los pedazos de este país fracturado. Prafraseando a Charly García, ésta no es una historia de doctores, es una de enfermeros.
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